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Ha pasado un año desde que la mayoría se pronunció en consultas populares por la protección de la naturaleza y los seres humanos tanto en el Yasuní como en la zona del Chocó del noroccidente de Pichincha. Para ello, es indispensable suspender actividades petroleras y mineras en ambas zonas.

El cumplimiento de estas decisiones hasta la fecha es parcial e insuficiente para garantizar claramente estos derechos y el respecto a la decisión ciudadana. El gobierno de Noboa ha sido ambivalente en cuanto al Yasuní, oscilando entre el cumplimiento de lo ofrecido incluso desde su campaña, y la intención de continuar inconstitucionalmente con la explotación bajo la justificación de la complejidad del cierre.

En cuanto al Chocó andino, tampoco se han cumplido varias de las medidas previstas en el respectivo dictamen de la Corte Constitucional que dio paso a la consulta, especialmente para dejar insubsistentes las concesiones mineras en el área.

Estos incumplimientos se suman a otros en importantes casos de derechos de la naturaleza y de los pueblos indígenas, incluso con sentencias internacionales o nacionales, como Sarayacu, Sinagoe, Waorani y Río Piatúa.

En el caso Sarayacu, por ejemplo, han pasado ya doce años en que no se ha concretado la orden de la Corte Interamericana al Estado ecuatoriano de retiro de explosivos incrustados en pleno territorio que ese pueblo indígena considera no solo su sustento sino como un jardín vivo y sagrado.

Los funcionarios públicos responsables de estos incumplimientos, conforme a la Constitución y la ley, pueden y deben ser sancionados incluso hasta con su destitución. No es un asunto menor que se viole la Constitución, la ley y se ignore el pronunciamiento del pueblo.

A más del grave daño a la naturaleza y a los pueblos indígenas, quienes incumplen estos dictámenes y sentencias constitucionales causan un grave daño a la institucionalidad del país. Su incumplimiento es una suerte de fraude a la ley e, intencionalmente o no, deslegitiman a las Cortes que emitieron esos dictámenes y fallos.

Por esta última razón, entre otras, los propios jueces y cortes al defender el cumplimiento de sus dictámenes y sentencias, defienden su propia respetabilidad como instituciones. En consecuencia, la Corte Interamericana y la Corte Constitucional del Ecuador deben atender con especial prioridad y atención estos casos, y actuar diligentemente para garantizar el cumplimiento de sus decisiones.

Agustín Grijalva

 

 

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Se inició hace unos días el largo proceso para seleccionar a los tres nuevos jueces y juezas para la renovación de la Corte Constitucional en febrero del 2025. Para ello tres de los seis jueces o juezas nombrados en 2019 deberán dejar la Corte por sorteo.

 

Este proceso deberá iniciar con la selección de una comisión calificadora integrada por seis personas, dos por el ejecutivo, dos por el legislativo y dos por la Función de Transparencia y Control Social.

 

Lamentablemente, hay buenas razones para una profunda preocupación respecto a este proceso. Las designaciones de autoridades de control y jurisdiccionales han estado plagadas de escándalos, conflictos incluso jurisdiccionales y desaciertos.

 

En contraste, la Corte Constitucional, con todas sus limitaciones y errores, se ha erigido desde 2019 en la institución pública más sólida del país: sin escándalos de corrupción, la Corte ha limitado legítimamente el poder del ejecutivo y de las mayorías parlamentarias, ha desarrollado varios derechos constitucionales; y argumentado sus decisiones.

 

Baste como ejemplo de la gravitación institucional de la Corte el hecho de que, por primera vez en la historia, la crisis presidencial durante el gobierno de Lasso, se resolvió, con la anuencia general, en un tribunal y no en los cuarteles y con enfrentamientos en las calles.

 

Los actores políticos tienen una gran responsabilidad al postular para la renovación de la Corte a los miembros de la comisión de selección y luego a candidatas y candidatos adecuados para juezas y jueces. Cada comisionado y candidato o candidato inadecuado acrecentarán las dudas sobre el sentido de bien público de quienes los designen y nominen, ¿asumirán estos actores adecuadamente tal responsabilidad?

 

La experiencia nos sugiere un horizonte pesimista, pero quizá pueda hacerse una buena renovación presionando con una profunda intervención de la opinión pública. En medio de la grave crisis moral e institucional que vivimos, la renovación de la Corte mostrará ante el país, para bien o para mal, de cuerpo entero, y en época electoral, al presidente Noboa, a las fuerzas legislativas y a las autoridades de control y participación.


Agustín Grijalva

 

 

 

 

 

 

 

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Los sistemas de derechos y justicias indígenas constituyen sistemas eficientes de solución de conflictos intracomunitarios e intercomunitarios. Al fundamentarse en los valores propios de la comunidad, en el conocimiento directo de los actores y su contexto, y de las formas de reparación adecuadas e integrales en el marco de comunidades concretas, las justicias indígenas logran con frecuencia una positiva reintegración a la vida comunitaria y una relación ecológica con sus territorios. 

 

Por otra parte, la solución de estos conflictos contribuye a una menor congestión de la justicia ordinaria, de forma que ésta pueda concentrarse en litigios para los cuales maneja los códigos culturales adecuados. Ello no debe suponer, por supuesto, un abandono por parte de la justicia ordinaria respecto a la justicia indígena. Supone, simplemente, una distribución adecuada de competencias constitucionales, que asigna al foro jurisdiccional más adecuado el conocimiento y resolución de los conflictos.

 

Entre los conflictos que puede y debe resolver la justicia indígena tienen especial importancia los conflictos socio-ambientales. Las autoridades indígenas, según la Constitución, ejercen jurisdicción y otras competencias sobre sus territorios. Sus normas de derecho propio se aplican también en esas tierras y territorios, tienen directa relación con su cultura, organización social y particular relación con la naturaleza.

 

Así, por ejemplo, la consulta previa en tanto sensible a las especificidades culturales, debe implicar una forma de participación y discusión democrática que reconoce como protagonistas a quienes habitan en los respectivos territorios, quienes conocen los ecosistemas, especies, fuentes hídricas, etc. Este conocimiento colectivo permite prevenir daños a la naturaleza y a los propios derechos humanos, daños que pueden luego ser fuente de conflictos sociales.

 

El gobierno colectivo indígena sobre sus territorios no solo es una condición y un ejercicio constitucional de derechos colectivos, sino que dado el carácter comunitario de los derechos y justicias indígenas, asegura procesos participativos de los habitantes de esos territorios. Estos habitantes, como se ha dicho, son los que realmente conocen las condiciones, necesidades y riesgos ecológicos en sus territorios.

 

De esta forma, las necesidades y expectativas locales pueden articularse mejor a las regionales y nacionales. El gobierno central puede desarrollar de forma más democrática y realista sus políticas, orientándolas siempre a la efectivización de los derechos de las personas y la naturaleza.

 

Pero no solo la conflictividad ambiental sino también la relativa a problemas de género, a niños y adolescentes y otros grupos vulnerables, encuentra con frecuencia soluciones adecuadas y ágiles en los sistemas de justicia indígena. De esta forma estos sistemas  previenen y solucionan conflictos sobre grupos vulnerables en tanto actúen articulados a la Constitución y los derechos humanos interpretados interculturalmente.


AGUSTÍN GRIJALVA

 

 

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