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El derecho a la ciudad reconocido en la Constitución del Ecuador es uno de los denominados derechos emergentes. Resulta difuso comprender de qué se trata, hasta que intentan arrebatarnos un símbolo de la memoria y la identidad que construimos en ese espacio llamado ciudad.  Entonces empezamos a entender de qué va. La ciudad es el espacio de interacción en el que se construye identidad y cohesión social, el lugar en el que se ejercen derechos. Es mucho más que un espacio físico. Es el acceso equitativo a ese espacio, la gestión democrática, las vivencias y la memoria.  En Santo Domingo, la autorización de un proyecto urbanístico que amenaza con destruir el Bombolí ha activado la organización social, para impedir que se destruya uno de los íconos de la ciudad, patrimonio natural y cultural de sus habitantes. El Bombolí no solo es la formación geológica más importante del entorno urbano de Santo Domingo, es la imagen en la mente de cada santodomingueño cuando piensa en su ciudad. El ataque contra el Bombolí se siente como un ataque personal. Por eso nos une, porque lo sentimos todos y lo sentimos como propio. En respuesta a la destrucción del Bombolí, varias organizaciones de la sociedad civil presentaron una acción de protección sustentada en los derechos a la naturaleza, la seguridad jurídica y el derecho a la ciudad. Se apela a los derechos del colectivo para crear las condiciones que permitan el ejercicio de los derechos del individuo.  Solo en una ciudad equitativa los derechos individuales se realizan. Ese es el derecho a la ciudad. Arrebatarnos el Bombolí es injustificable, pero se entiende si pensamos en una ciudad sin planificación y al margen de la Constitución. La lucha por el Bombolí es la oportunidad de generar un precedente en la planificación de las ciudades, es la alternativa a un desarrollo urbanístico agresivo y caótico. Es la posibilidad de construir una ciudad de derechos para todos y no privilegios para unos pocos.


María Fernanda Álvarez

 

 

 

 
 
 

 

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Ha pasado un año desde que la mayoría se pronunció en consultas populares por la protección de la naturaleza y los seres humanos tanto en el Yasuní como en la zona del Chocó del noroccidente de Pichincha. Para ello, es indispensable suspender actividades petroleras y mineras en ambas zonas.

El cumplimiento de estas decisiones hasta la fecha es parcial e insuficiente para garantizar claramente estos derechos y el respecto a la decisión ciudadana. El gobierno de Noboa ha sido ambivalente en cuanto al Yasuní, oscilando entre el cumplimiento de lo ofrecido incluso desde su campaña, y la intención de continuar inconstitucionalmente con la explotación bajo la justificación de la complejidad del cierre.

En cuanto al Chocó andino, tampoco se han cumplido varias de las medidas previstas en el respectivo dictamen de la Corte Constitucional que dio paso a la consulta, especialmente para dejar insubsistentes las concesiones mineras en el área.

Estos incumplimientos se suman a otros en importantes casos de derechos de la naturaleza y de los pueblos indígenas, incluso con sentencias internacionales o nacionales, como Sarayacu, Sinagoe, Waorani y Río Piatúa.

En el caso Sarayacu, por ejemplo, han pasado ya doce años en que no se ha concretado la orden de la Corte Interamericana al Estado ecuatoriano de retiro de explosivos incrustados en pleno territorio que ese pueblo indígena considera no solo su sustento sino como un jardín vivo y sagrado.

Los funcionarios públicos responsables de estos incumplimientos, conforme a la Constitución y la ley, pueden y deben ser sancionados incluso hasta con su destitución. No es un asunto menor que se viole la Constitución, la ley y se ignore el pronunciamiento del pueblo.

A más del grave daño a la naturaleza y a los pueblos indígenas, quienes incumplen estos dictámenes y sentencias constitucionales causan un grave daño a la institucionalidad del país. Su incumplimiento es una suerte de fraude a la ley e, intencionalmente o no, deslegitiman a las Cortes que emitieron esos dictámenes y fallos.

Por esta última razón, entre otras, los propios jueces y cortes al defender el cumplimiento de sus dictámenes y sentencias, defienden su propia respetabilidad como instituciones. En consecuencia, la Corte Interamericana y la Corte Constitucional del Ecuador deben atender con especial prioridad y atención estos casos, y actuar diligentemente para garantizar el cumplimiento de sus decisiones.

Agustín Grijalva

 

 

 
 
 


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Se inició hace unos días el largo proceso para seleccionar a los tres nuevos jueces y juezas para la renovación de la Corte Constitucional en febrero del 2025. Para ello tres de los seis jueces o juezas nombrados en 2019 deberán dejar la Corte por sorteo.

 

Este proceso deberá iniciar con la selección de una comisión calificadora integrada por seis personas, dos por el ejecutivo, dos por el legislativo y dos por la Función de Transparencia y Control Social.

 

Lamentablemente, hay buenas razones para una profunda preocupación respecto a este proceso. Las designaciones de autoridades de control y jurisdiccionales han estado plagadas de escándalos, conflictos incluso jurisdiccionales y desaciertos.

 

En contraste, la Corte Constitucional, con todas sus limitaciones y errores, se ha erigido desde 2019 en la institución pública más sólida del país: sin escándalos de corrupción, la Corte ha limitado legítimamente el poder del ejecutivo y de las mayorías parlamentarias, ha desarrollado varios derechos constitucionales; y argumentado sus decisiones.

 

Baste como ejemplo de la gravitación institucional de la Corte el hecho de que, por primera vez en la historia, la crisis presidencial durante el gobierno de Lasso, se resolvió, con la anuencia general, en un tribunal y no en los cuarteles y con enfrentamientos en las calles.

 

Los actores políticos tienen una gran responsabilidad al postular para la renovación de la Corte a los miembros de la comisión de selección y luego a candidatas y candidatos adecuados para juezas y jueces. Cada comisionado y candidato o candidato inadecuado acrecentarán las dudas sobre el sentido de bien público de quienes los designen y nominen, ¿asumirán estos actores adecuadamente tal responsabilidad?

 

La experiencia nos sugiere un horizonte pesimista, pero quizá pueda hacerse una buena renovación presionando con una profunda intervención de la opinión pública. En medio de la grave crisis moral e institucional que vivimos, la renovación de la Corte mostrará ante el país, para bien o para mal, de cuerpo entero, y en época electoral, al presidente Noboa, a las fuerzas legislativas y a las autoridades de control y participación.


Agustín Grijalva

 

 

 

 

 

 

 

 
 
 

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