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La violencia contra las mujeres es un fenómeno estructural y va mas a allá de un caso que se hace mediático y causa indignación. El femicidio es solo el último eslabón de una cadena de estereotipos y conductas que configuran un esquema social en el que se acepta la violencia contra las mujeres. La muerte es la consecuencia final, pero las causas están presentes en el día a día aunque nos rehusemos a verlas. 

¿Qué pasa con la responsabilidad del Estado cuando las muertes de las mujeres se dan a mano de sus funcionarios, en el interior de sus cuarteles, ante la complicidad de sus autoridades? Se configura la responsabilidad estatal directa, por no prevenir, por permitir, por ocultar. 

La presencia de las mujeres en estos y muchos otros espacios públicos es, en definitiva, un cambio revolucionario. Un giro de todos los grados posibles. Paradójicamente, estos cambios han encarnizado y exacerbado la violencia contra las mujeres. Esa transformación social y jurídica que ha permitido el ejercicio de los derechos no ha venido acompañada de una modificación en las mentalidades machistas. Así lo ha explicado el Comité de la Convención sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra la Mujer.

En el año 2009 la Corte Interamericana de Derechos Humanos resolvió el emblemático caso “Campo Algodonero” en el que analizó la responsabilidad internacional de México por el asesinato de tres mujeres en Ciudad Juarez. Estos asesinatos, a decir de la Corte, se dieron en un contexto de discriminación sistemática contra las mujeres. El propio Estado de México reconoció que estos asesinatos “están influenciados por la cultura de discriminación contra la mujer basada en una concepción errónea sobre su inferioridad”. El Estado conocía el contexto de violencia contra las mujeres y no hizo nada para prevenir los femicidios. Los crímenes no eran aislados. 

En los cuarteles, quienes intervienen son agentes estatales y las autoridades conocen plenamente lo que sucede al interior de estos recintos. O al menos eso se esperaría. Desafortunadamente, la responsabilidad del Estado no se genera exclusivamente por la falta de prevención. Los familiares no solo se tienen que enfrentar al dolor de la pérdida, sino también a la indolencia de las autoridades. Todo empieza con negar, alterar la los hechos. Cubrir a los responsables para proteger la imagen institucional.

Formalmente las instituciones cumplen con su obligación: equidad en el ingreso y  capacitaciones sobre derechos humanos. Puertas adentro, poco ha cambiado desde las épocas en que las mujeres no podían estar en esos espacios, porque las ideas siguen intactas. Los estereotipos están ahí, a la espera de la escena perfecta en la que los femicidios se presentan como episodios aislados.

Más allá de los números, el caso concreto se inserta en una cultura de tolerancia a la violencia contra las mujeres. Instituciones que forman para el monopolio del uso de la fuerza reproducen estructuras patriarcales y violentas.

El problema va más allá de uno o varios casos puntuales, se tiene que atacar la raíz. El Estado está obligado a sancionar a los responsables sí,  pero sobre todo evitar la repetición de estos hechos.



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¿Por qué las personas privadas de la libertad tienen derechos? Porque así lo dispone la normativa ecuatoriana, los tratados y las Cortes Internacionales. Cito fuentes obligatorias porque esa es una pregunta innecesaria que nos lleva a un debate aparente. Las obligaciones del Estado respecto a los derechos de las personas que están bajo su custodia son innegables.

Precisamente por eso, el Ecuador y varios Estados de la región han sido condenados por violar los derechos de quienes se encontraban en sus cárceles. Recordemos el caso de Daniel Tibi, uno entre tantos.  El francés que vivía en Ecuador y al que no solo lo encarcelaron sino que le destruyeron la vida. Años después recibió una indemnización que pagamos todos y todas, pero eso poco vale cuando se conoce su historia.  Se murió hace poco, en el preámbulo de las masacres carcelarias que magnifican su caso a la enésima potencia. Eso sucede con las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Se paga una suma de dinero y los hechos que nos condenaron están destinados a repetirse.

Vale recordar que no todas las víctimas que comparecen ante la Corte son inocentes, eso es irrelevante. La inocencia de una persona no es lo que debería librarla de la tortura estatal, sino el respeto al Estado de Derecho que funciona como garantía de los ciudadanos en general. Esa barrera infranqueable que diferencia al Estado de los delincuentes.

Además, si revisamos los casos ecuatorianos que se litigan ante cortes internacionales, veremos que las violaciones de derechos eran innecesarias a efectos de combatir el crimen. Los hechos son una mezcla de indolencia, incompetencia y, a veces, hasta torpeza.  

Las sentencias internacionales a las que nos referimos deberían servir para reconfigurar la discusión en torno a las cárceles, pero sobre todo en torno a la criminalidad y la respuesta estatal para afrontarla. Ese es el verdadero problema, no los derechos humanos de los detenidos. Si así fuese, Noruega estaría infestada de los criminales más aberrantes.

Otro dato para el debate, los delincuentes sanguinarios que imaginamos cuando pensamos en los derechos de los presos no son los únicos que van a ingresar en las redes de este sistema corrupto y violento. Todos y todas somo potenciales víctimas del poder penal.

Desafortunadamente, en este momento la cuestión a debatir ni si quiera son los derechos de las personas privadas de la libertad. Lo grave aquí es que los derechos se violan porque el Estado ha perdido el control del único lugar en el que se acepta y exige que su poder sea absoluto, las cárceles.

Ese control que ya ni se sabe cuándo se perdió. El último informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos dice que la situación carcelaria responde a un problema estructural imputable a varios gobiernos.  Un informe que se hizo sin que pudiesen ingresar a la cárcel porque simplemente no podíamos garantizar su seguridad. Ese es el problema a debatir y solucionar, un Estado ausente, impotente, corrupto. Un Estado que no puede controlar lo que sucede en sus cárceles porque debe pedir permiso para ingresar.  Los derechos humanos nunca serán el problema.



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El derecho a la ciudad consagrado en la Constitución parece ficción y hasta resulta un poco incomprensible. Pero todo toma sentido cuando las personas deciden vivirlo y convertirlo en realidad. Eso representa la lucha por el Hotel Quito, ciudadanos y ciudadanas conscientes de sus derechos, organizados y dispuestos a pasar de la resignación a la acción. 


En un Estado Constitucional de Derechos y Justicia, como el Ecuador, los derechos deben funcionar como herramientas al servicio de las personas para limitar el poder. Suena idílico, pero un equipo de ciudadanos enfrentados a una de las más grandes empresas del mundo ha conseguido, gracias a una garantía jurisdiccional, frenar los planes inmobiliarios de los poderes económicos, nacionales y extranjeros.


El 06 de marzo del 2024, varios moradores de distintos barrios de la capital, a los que tuve el honor de acompañar, presentaron una petición de medidas cautelares constitucionales para impedir que la empresa China Road and Bridge Corporation (CRBC) construya torres gigantes de departamentos y comercios cuyo resultado sería amurallar el Hotel Quito, anulando por completo su valor patrimonial.

El 08 de marzo del 2024, uno de los recientemente inaugurados jueces para los delitos contra la corrupción y el crimen organizado decidió otorgar las medidas solicitadas. En una resolución perfectamente bien fundamentada con una redacción clara y coherente sustentada en Derecho y en evidencias documentales.  


La justicia está protegiendo el valor patrimonial del Hotel Quito que va más allá de una simple edificación. Ese valor entendido y apreciado por la academia, por los colegios de profesionales, por la ciudadanía y por el propio Estado central. Ese mismo valor que es negado a pie juntillas por el Municipio de Quito. La pregunta que se hace la ciudadanía es ¿por qué? ¿por qué hacer oídos sordos a todos?


El valor del Hotel Quito es precisamente el lugar en el que fue edificado. Por eso, lo que el alcalde llama despectivamente parqueaderos está ahí para garantizar que no le arrebaten al Hotel su magia, el paisaje. Ese lugar perfecto que rinde honor a los Andes.

El romántico cuento de David contra Goliat es verdad y hoy lleva el rostro de hombres y mujeres que aman a Quito porque es suyo. El rostro de los que han vivido en la Floresta  por más de 40 años, y de todos los demás barrios que desde Quitumbe hasta la Gonzáles Suárez respaldan la defensa de una ciudad pensada para todos y todas.  De Rocío, de Andrés, de Juan, de todos esos nombres que figuran en un expediente constitucional que está haciendo historia y de todos los que no se ven pero que también forman esta legión de guerreros cívicos.


El caso del Hotel Quito abre un abanico de problemáticas que deben ser parte del debate público. Los moradores del Barrio La Floresta, ese icónico barrio de la capital que guarda tanta historia y tanta identidad, le están gritando a todos los habitantes de Quito que la ciudad es suya y no de unos cuantos grupos empresariales con intereses económicos. El Hotel Quito es una bandera de lucha, y nos presenta la oportunidad de pensar en la ciudad que queremos.

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