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Los sistemas de derechos y justicias indígenas constituyen sistemas eficientes de solución de conflictos intracomunitarios e intercomunitarios. Al fundamentarse en los valores propios de la comunidad, en el conocimiento directo de los actores y su contexto, y de las formas de reparación adecuadas e integrales en el marco de comunidades concretas, las justicias indígenas logran con frecuencia una positiva reintegración a la vida comunitaria y una relación ecológica con sus territorios. 

 

Por otra parte, la solución de estos conflictos contribuye a una menor congestión de la justicia ordinaria, de forma que ésta pueda concentrarse en litigios para los cuales maneja los códigos culturales adecuados. Ello no debe suponer, por supuesto, un abandono por parte de la justicia ordinaria respecto a la justicia indígena. Supone, simplemente, una distribución adecuada de competencias constitucionales, que asigna al foro jurisdiccional más adecuado el conocimiento y resolución de los conflictos.

 

Entre los conflictos que puede y debe resolver la justicia indígena tienen especial importancia los conflictos socio-ambientales. Las autoridades indígenas, según la Constitución, ejercen jurisdicción y otras competencias sobre sus territorios. Sus normas de derecho propio se aplican también en esas tierras y territorios, tienen directa relación con su cultura, organización social y particular relación con la naturaleza.

 

Así, por ejemplo, la consulta previa en tanto sensible a las especificidades culturales, debe implicar una forma de participación y discusión democrática que reconoce como protagonistas a quienes habitan en los respectivos territorios, quienes conocen los ecosistemas, especies, fuentes hídricas, etc. Este conocimiento colectivo permite prevenir daños a la naturaleza y a los propios derechos humanos, daños que pueden luego ser fuente de conflictos sociales.

 

El gobierno colectivo indígena sobre sus territorios no solo es una condición y un ejercicio constitucional de derechos colectivos, sino que dado el carácter comunitario de los derechos y justicias indígenas, asegura procesos participativos de los habitantes de esos territorios. Estos habitantes, como se ha dicho, son los que realmente conocen las condiciones, necesidades y riesgos ecológicos en sus territorios.

 

De esta forma, las necesidades y expectativas locales pueden articularse mejor a las regionales y nacionales. El gobierno central puede desarrollar de forma más democrática y realista sus políticas, orientándolas siempre a la efectivización de los derechos de las personas y la naturaleza.

 

Pero no solo la conflictividad ambiental sino también la relativa a problemas de género, a niños y adolescentes y otros grupos vulnerables, encuentra con frecuencia soluciones adecuadas y ágiles en los sistemas de justicia indígena. De esta forma estos sistemas  previenen y solucionan conflictos sobre grupos vulnerables en tanto actúen articulados a la Constitución y los derechos humanos interpretados interculturalmente.


AGUSTÍN GRIJALVA

 

 

 
 
 
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La violencia contra las mujeres es un fenómeno estructural y va mas a allá de un caso que se hace mediático y causa indignación. El femicidio es solo el último eslabón de una cadena de estereotipos y conductas que configuran un esquema social en el que se acepta la violencia contra las mujeres. La muerte es la consecuencia final, pero las causas están presentes en el día a día aunque nos rehusemos a verlas. 

¿Qué pasa con la responsabilidad del Estado cuando las muertes de las mujeres se dan a mano de sus funcionarios, en el interior de sus cuarteles, ante la complicidad de sus autoridades? Se configura la responsabilidad estatal directa, por no prevenir, por permitir, por ocultar. 

La presencia de las mujeres en estos y muchos otros espacios públicos es, en definitiva, un cambio revolucionario. Un giro de todos los grados posibles. Paradójicamente, estos cambios han encarnizado y exacerbado la violencia contra las mujeres. Esa transformación social y jurídica que ha permitido el ejercicio de los derechos no ha venido acompañada de una modificación en las mentalidades machistas. Así lo ha explicado el Comité de la Convención sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra la Mujer.

En el año 2009 la Corte Interamericana de Derechos Humanos resolvió el emblemático caso “Campo Algodonero” en el que analizó la responsabilidad internacional de México por el asesinato de tres mujeres en Ciudad Juarez. Estos asesinatos, a decir de la Corte, se dieron en un contexto de discriminación sistemática contra las mujeres. El propio Estado de México reconoció que estos asesinatos “están influenciados por la cultura de discriminación contra la mujer basada en una concepción errónea sobre su inferioridad”. El Estado conocía el contexto de violencia contra las mujeres y no hizo nada para prevenir los femicidios. Los crímenes no eran aislados. 

En los cuarteles, quienes intervienen son agentes estatales y las autoridades conocen plenamente lo que sucede al interior de estos recintos. O al menos eso se esperaría. Desafortunadamente, la responsabilidad del Estado no se genera exclusivamente por la falta de prevención. Los familiares no solo se tienen que enfrentar al dolor de la pérdida, sino también a la indolencia de las autoridades. Todo empieza con negar, alterar la los hechos. Cubrir a los responsables para proteger la imagen institucional.

Formalmente las instituciones cumplen con su obligación: equidad en el ingreso y  capacitaciones sobre derechos humanos. Puertas adentro, poco ha cambiado desde las épocas en que las mujeres no podían estar en esos espacios, porque las ideas siguen intactas. Los estereotipos están ahí, a la espera de la escena perfecta en la que los femicidios se presentan como episodios aislados.

Más allá de los números, el caso concreto se inserta en una cultura de tolerancia a la violencia contra las mujeres. Instituciones que forman para el monopolio del uso de la fuerza reproducen estructuras patriarcales y violentas.

El problema va más allá de uno o varios casos puntuales, se tiene que atacar la raíz. El Estado está obligado a sancionar a los responsables sí,  pero sobre todo evitar la repetición de estos hechos.



 
 
 
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¿Por qué las personas privadas de la libertad tienen derechos? Porque así lo dispone la normativa ecuatoriana, los tratados y las Cortes Internacionales. Cito fuentes obligatorias porque esa es una pregunta innecesaria que nos lleva a un debate aparente. Las obligaciones del Estado respecto a los derechos de las personas que están bajo su custodia son innegables.

Precisamente por eso, el Ecuador y varios Estados de la región han sido condenados por violar los derechos de quienes se encontraban en sus cárceles. Recordemos el caso de Daniel Tibi, uno entre tantos.  El francés que vivía en Ecuador y al que no solo lo encarcelaron sino que le destruyeron la vida. Años después recibió una indemnización que pagamos todos y todas, pero eso poco vale cuando se conoce su historia.  Se murió hace poco, en el preámbulo de las masacres carcelarias que magnifican su caso a la enésima potencia. Eso sucede con las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Se paga una suma de dinero y los hechos que nos condenaron están destinados a repetirse.

Vale recordar que no todas las víctimas que comparecen ante la Corte son inocentes, eso es irrelevante. La inocencia de una persona no es lo que debería librarla de la tortura estatal, sino el respeto al Estado de Derecho que funciona como garantía de los ciudadanos en general. Esa barrera infranqueable que diferencia al Estado de los delincuentes.

Además, si revisamos los casos ecuatorianos que se litigan ante cortes internacionales, veremos que las violaciones de derechos eran innecesarias a efectos de combatir el crimen. Los hechos son una mezcla de indolencia, incompetencia y, a veces, hasta torpeza.  

Las sentencias internacionales a las que nos referimos deberían servir para reconfigurar la discusión en torno a las cárceles, pero sobre todo en torno a la criminalidad y la respuesta estatal para afrontarla. Ese es el verdadero problema, no los derechos humanos de los detenidos. Si así fuese, Noruega estaría infestada de los criminales más aberrantes.

Otro dato para el debate, los delincuentes sanguinarios que imaginamos cuando pensamos en los derechos de los presos no son los únicos que van a ingresar en las redes de este sistema corrupto y violento. Todos y todas somo potenciales víctimas del poder penal.

Desafortunadamente, en este momento la cuestión a debatir ni si quiera son los derechos de las personas privadas de la libertad. Lo grave aquí es que los derechos se violan porque el Estado ha perdido el control del único lugar en el que se acepta y exige que su poder sea absoluto, las cárceles.

Ese control que ya ni se sabe cuándo se perdió. El último informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos dice que la situación carcelaria responde a un problema estructural imputable a varios gobiernos.  Un informe que se hizo sin que pudiesen ingresar a la cárcel porque simplemente no podíamos garantizar su seguridad. Ese es el problema a debatir y solucionar, un Estado ausente, impotente, corrupto. Un Estado que no puede controlar lo que sucede en sus cárceles porque debe pedir permiso para ingresar.  Los derechos humanos nunca serán el problema.



 
 
 

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